La verdad es una navaja que prefieres ver clavada en otro estómago.
La claridad se atenúa a través de mis ojos, como un pájaro atadao a un mástil que, abatido, se desvanece en el suelo. El vergajazo desplega las alas con la levedad del último suspiro del secundero, y se consume, porque la luz es tiempo. Porque el tiempo se apaga.
Esta luz, licuados astros de un claror compulsivo, tan sólo en los frígidos pasillos del recuerdo se logra viva, pues cuando el dolor es latoso, insufrible e insoportable, el brillo se envanece y las luces, atenuadas, engañan.
Entonces, cuando éstas se debilitan a través y entre de, las llagas se despiden con el retorno tatuado entre letras, rasgándose.
Quizás todo ello no sea más que el resultado de extenuar lo eterno, de estancarse en la brevedad de los susurros y perderse en los gemidos de algún s3xo. De cargar con el fulgor hasta quemarse. De ser ciegos que suspiran hasta acabar con la vela.
Yo qué sé, ni quién lo sabe.
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