El camino a la felicidad, de Jorge Bucay

 

Puntos clave:

  •  Todos somos <<exactamente>> distintos, seres humanos intentando ser personas. 

  • La capacidad para cambiar el punto de vista es una de las herramientas más poderosas y efectivas que poseemos.
  • La muerte es el único fenómeno que no ha sido alterado (corrompido) por el ser humano. Ésta aporta más al conocimiento de la vida por su trascendencia que el amor; en su más estricto sentido, uno puede vivir sin amarse pero no sin morirse. 
Sin embargo, al contrario que en Oriente, en Occidente se la teme y estigmatiza, convirtiéndola en un tabú. No se la considera como parte de la vida, como una más de sus fases (y, argumentalmente, la más importante)  sino como algo que tiene lugar a pesar de ella. 
  • Aunque para el ser humano la ausencia de adversidades sea lo que, en términos generales, constituye la felicidad, es imprescindible que se den a lo largo de la vida pues es gracias a ellas que hemos llegado hoy a donde estamos, que somos quienes somos. Las piedras también son parte del camino. 
  • La naturaleza innata del ser humano es de un estado amoroso, de paz. La ira y la violencia aparecen cuando se frustra ese intento de ser amados. Estos sentimientos Bucay no los considera parte de nuestra naturaleza saludable, por lo tanto es necesaria su renuncia para ser/estar feliz
  • La verdadera heroicidad reside en ser quien uno es. 

Desde pequeños se nos enseña a esconder esas partes de nosotros que desentonan, que no concuerdan con el resto de personas que nos rodea, por temor a la exclusión. Paradójicamente, es en esa misma sociedad donde se nos inculca (y de manera no menos forzosa por sutil) la necesidad de competir con los demás, con no otra finalidad que aquello que se nos instaba a evitar: destacar. 

  • Leer la historia del príncipe y el mendigo del cuenco. 
El ser humano puede llegar a contentarse pero nunca a saciarse.

  • Leer la historia de Kisagotami.
Siempre se ha dicho que mal de muchos, consuelo de tontos, pero es un hecho que se reivindica ontogénicamente: cuando un mal es compartido, se hace más llevadero. (Por ejemplo, la tristeza)

  • Bucay explora las formas en que podríamos hacer frente a las desdichas de una forma más eficaz y sostiene que el hecho de sentirnos parte de un todo (Humanidad) mitiga uno de nuestros miedos más profundos y primitivos: el temor a estar solos. Éste defiende que este sentimiento de unidad debería de hacernos más receptivos a la alegría de vivir, puesto que nunca es verdaderamente solitaria esa soledad metafísica. 
Pero yo me atrevería a decir que para mí sí que lo ha sido. Solitaria, digo. Nunca me he sentido parte de esa pluralidad uniforme compuesta por lo que denomino el resto; he sido sometida a un ostracismo reiterado desde mi infancia hasta bien entrada en la edad adulta. (Aún hoy en día desconozco qué fue antes; si mi inadaptabilidad fue causa o consecuencia).  Además, también he experimentado el abandono por uno de los dos pilares fundamentales que componen el mundo de toda persona en sus orígenes: mi padre se fue cuando yo era una niña para cuidar de una niña que no era yo.

Esa síntesis entre el inagotable anhelo de pertenecer -por demasía frustrado- sumado al miedo al abandono, consumado desde tan temprana edad, dio lugar a una oscura partición de mí misma hecha de sombra, que me precedía a la vez que seguía mis pasos, que se tornó timón y ancla de mi existencia. De tan insondable vacío germinó una semilla ya podrida, que creció hasta convertirse en una hiedra venenosa de la que me alimentaba, y que se alimentaba, a su vez, de la confusión y del dolor tan profundo que albergaba en mi alma, hasta acabar extendiéndose y arraigando sus fatídicas raíces por todos los ámbitos de mi vida. En el transcurso de los años aprendí a disfrazar tal amalgama de inefables sentimientos en la más frívola indiferencia; la convirtieron en mi signo, mi marca personal. Mi realidad era otra: esa frialdad no era más que la armadura, el escudo y la espada con la que me enfrentaba y defendía de un mundo al que comprendía cada vez menos, por absurdo y cruel, y del que cada vez me alejaba más.

En definitiva, quizás el tiempo no lo cura todo pero sí que otorga una miríada esclarecedora de perspectivas: lo que hoy considero las piedras en mi camino a las que hace alusión Bucay fueron un día pesadas cadenas que amenazaron con hundirme, sin haber apenas disfrutado del mar, y de las que hube de liberarme antes de morir ahogada por un peso que no me correspondía. 


  • Encontrar el sentido a nuestra vida es la llave de la felicidad. Ese sentido debe de estar compuesto por un rumbo y una meta. No obstante, cuando el ser humano alcanza dicha meta, su vida vuelve a carecer de sentido. Bucay considera necesaria la elección de una meta inagotable.
Una existencia altruista constituiría a la vez rumbo y meta, ya que lo importante no es hacia dónde vamos, sino para qué. No es ese ir lo que nos da sentido; el sentido se encuentra yendo. Parafraseando a mi querido Machado, caminante no hay camino, se hace camino al andar. Por lo tanto, para encontrar un sentido, (para no perderlo) no podemos dejar de caminar por este sendero infinito que es la vida, y a paso no raudo pero firme, con los dos pies sobre el suelo por muy lejos que nuestros ojos atisben un horizonte donde aún no se es,
donde quizás no seremos. 



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