viernes, 13 de julio de 2012

La vigilia

Tenía la piel helada. Abrí los ojos.

Trauermarsch. In gemessenem Schritt. La quinta de Mahler ensayaba su muerte en el auditorio. La barra donde me encontraba esperándote estaba llena de intentos desesperados por pedir una copa. En ella se abrían afiladas sonrisas que me invitaban a tomarla, mientras mi traje, demasiado oscuro o demasiado corto, dinamitaba sus miradas por mi cuerpo. Matusalén con un cubito de hielo en la mano y tú sin dar señales de vida. Me lo bebí de un trago, buscando tu figura emergir entre la gente. El lugar inmovilizaba, como una confabulación de melodías pasadas, desidia de violines e indicios de contrabajos. Instaban a quedarse. A permanecer. Aguardé al lado de unas esculturas que más que saludar parecían querer atraparme. Les devolvía el saludo, por si acaso era alguien conocido. Fuera, la ciudad apestaba a refinería.
-¿Estudias o trabajas? -Me preguntan.
-Pues no sabría qué decirte -contesto.
Érais tú y tu sonrisa.

Stürmisch bewegt, mit grösster Vehemenz. Las siluetas embestían como el mar contra la  roca. Nos sentamos.
-Bimn, bamn! -Empezaste a cantar- bimn, bamn! -seguías.
-Estás fatal.
-Estoy pletórico, aunque... me acabo de dar cuenta de que este podría ser un mal sitio.
-¿Por qué? -Pregunté.
-Porque el sonido rebota en el palco. Al menos eso dicen los expertos.
-Pero...¿de verdad íbamos a oírlo? -y sonreíste cómplice de mi comentario.
Desfilaron ante nuestros ojos dos chicas y paseamos nuestras miradas desganadas y obtusas sobre la solidez de sus piernas.
-Mira, jóvenes, guapas, y además Mahlerianas... -exclamaste.
Yo saqué el cartel.

Adagietto. El concertino verificó la afinación de la orquesta. Aplausos. El director saludó. Más aplausos. Luces lentas que no eran más que luces a medio apagar. La música se dilataba hasta mi oído. Una entrada inapropiada del sonido se descifraba en mi sillón y me poseía. Apenas era la música, apenas el sonido. Un río o un ejército de ángeles venía con tambores y esquinas, girando en cada butaca, aclamando nuestra atención, haciendo que nuestros pensamientos divagaran en ese universo de notas, notas que eran la estructura amortajada de un viejo pentagrama, ahora lúcido, antes incomprensible, porque Mahler, de corazón ambizurdo, no era nada sencillo.

Rondo-Finale. Allegro-Allegro giocoso. Frisch. Y habló Nietzsche, dándole a las palabras una dimensión de caricias. Tus manos picoteaban mis medias dibujando círculos. Dentro, la asistencia de mi piel transformándose superficie. Debajo, un placer paralizado, ya en otro fondo, en otras manos. Me sentí desaparecer por un momento. Sólo existía el afinado arpa de tu boca. De espaldas a Zaratustra se prodigaba tu ya enternecida risa y el aire con su melodía. Ya no poseía la pureza de nada. Sólo instantes, sólo pequeños detalles a punto de ser tallados por algún cincel imaginario. Fuera, la oscuridad lo ocupaba todo en el cielo, difunta de astros, de estrellas indispuestas por la polución. No había nada que buscar ya en ese lugar. 

Langsam. Ruhevoll. Empfunden. Y comenzamos a caminar. Lejos de saber qué necesitamos, qué queremos, pero que me baste, ahora, con esto: ir, a donde pueda averiguarlo contigo, y allí, allí ser quien vea los inquietantes matices de tus sentimientos, allí explorar los míos. Y allí despertar y que vuelva el mundo, con sus intérvalos de sensatez, y nos permita volver a nacer, ¿sabes? porque antes de ese momento existe, aunque breve, una coyuntura en el tiempo en la que me siento caer y, en ese pausado y fugaz descenso, una luz choca contra mis ojos, crece hasta abarcarme, y ya no puedo ver nada... 


entonces vuelvo a cerrarlos.




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