domingo, 2 de junio de 2013

Llegó oscilando al galope de los gatos, y sobre las fachadas dejó caer la sangre de su parto; la vesanía de su acometida argumentaría cualquier catástrofe. Temblaba en su fonética acústica, y el paso adormecido aún de las nubes alejaba sus ecos hacia el horizonte, pero nunca el silencio.

Mi cuerpo perecía. Transformado en una sistemática composición de cobre, se oxidaba por su febril cesión sobre la columna vertebral del sueño, lejos del mundo y su mecánico balanceo, y cuando apenas ya dolía, comenzaron a arder, raídos, los eminentes rayos anaranjados. Ya limpios los suelos de ruído y de furia, se oyó burlarse al gallo y todos renunciaron a su ceguera.

Por eso nadie escuchó la bala.

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